La historia lo estaba esperando al Taladro. Sus 113 años se detuvieron como por arte de magia. El grito, en La Boca, fue de todos: de los que están y los que ya no...
Pasión. Lujuria. Delirio. Amor. Sufrimiento.
¿Con qué palabra arrancar la crónica? ¿Y cómo tipear las miles de emociones de esa tercera bandeja? ¿Y cuál es la fórmula para abreviar lo que pasa en la media vuelta olímpica? ¿Y qué decir de lo que ocurre allá lejos, por el barrio? No. No hay respuesta posible. Ni conciencia. Ni registro. Si lo que está ocurriendo a las 19.22 se trata del minuto más esperado durante 113 años. Si esto, para algunos, es más que los treinta y pico del otro o que la Libertadores de aquél. Si en la Bombonera se reivindican los pesares de la leyenda de 1951 y unos cuantos descensos. Si esto es un verdadero ¡Boomfield! Si Banfield puede pellizcarse, al fin, como campeón...
Esta nota, entonces, se escribe sola. Se traza con las lágrimas con que el Emperador Julio César y su ayudante Sanguinetti riegan la épica. Se edita con la copa que levanta Lucchetti. Se continúa con los besos que cada jugador le estampa al oro del Apertura. Se expresa con esos códigos que le dieron identidad a un grupo ganador. Se redacta con la bandera de Colombia que abraza a James y con la Celeste que une el mate a mate de Silva y Papelito Fernández. Y se entiende con el festejo al que aplaude de pie la gente de Boca.
El "dale campeón" llega con bises. La copla del "vamos a dar la vuelta en la Bombonera/para que llore el grana y la gente muera", ídem. Todos cantan. El Gallego Méndez igual que el peladito del último escalón, que de chico quería ser Pedrito Molina o el Pibe Benítez. El Mencho Bustos como ese melenudo que dice que dice que aprendió a emocionarse con lágrimas de un gol de Pico Hernández que valió un pase a Primera en el 87. Y Erviti lo hace de la misma manera que ese tipo que debía estar en Abu Dhabi pero que debió quedarse por un destino del corazón: Alá no hubiese entendido las plegarias de esta religión que hasta ayer sabía poco de milagros y mucho de abnegaciones.
Nadie quiere dejar la cancha. Ni los 5.000 privilegiados que consiguieron su ticket ni los nuevos gladiadores que pasan a desplazar del Olimpo a los Mouriño y Converti.
En la intimidad del vestuario sigue la alegría. Aparece la maquinita para pelar a los campeones. Y el champán para brindar la gloria. Y los cánticos que remiten al duelo que habita dos estaciones más para el lado de Constitución ("un minuto de silencio, para el Grana que está muerto"). Y algunas palabras del capitán Lucchetti que llegan hasta las entrañas. Y el intento de despedida de Méndez con su consiguiente respuesta: "El Gallego no se va, el Gallego no se va"...
Así fue la salida, recordando a ese abuelo que nunca pudo ver lo que se ve ahora, evocando a los Garrafas que también lo quisieron y pidiendo que la historia se detenga en el año 113. Bah, todos dicen que valió la pena aguantar tanto para esto: la gloria.